No hay vientos de cambio en Cochabamba. Al contrario, respiramos un aire
denso, entre rancio y dulzón, que huele como el cuarto de la abuela. En plena
pandemia, los candidatos recorrieron la ciudad en gran tropel, generando
numerosas aglomeraciones y, después de estrechar manos, abrazar a las mañudas
caseras y alzar a sus wawas para las fotos, regalaron pruebas de antígeno,
barbijos y alcohol para combatir una enfermedad que se propaga de manera
incontrolable precisamente en las concentraciones. ¿Será posible dar un giro de
timón si continúan las contradicciones, la demagogia, y si no se atiende lo
esencial?
En la era de la ecología y la sostenibilidad, las campañas políticas en
el primer mundo son principalmente digitales, y su material publicitario son
kits para plantar árboles, bolígrafos biodegradables y papelería reciclable.
Aquí, como en los años 50, además de pintar y empapelar paredes y postes, las
campañas detienen el tráfico vehicular y nos ensordecen con esas ridículas
caravanas, compuestas de personas que ya tienen definido por quién votar, e
identificado el cargo público que quieren ocupar, y que por alguna razón les
parece una buena idea treparse a una camioneta y gritarnos en la oreja el
nombre de su candidato, como si aquello fuera a reafirmar o modificar nuestra
preferencia electoral.
Un día, tomé la ruta equivocada y quedé atrapado en una caravana del
MAS, encabezada por su débil candidato, que sonreía extraviado y saludaba al
vacío, buscando –con música y bocinazos en lugar de argumentos– reconciliarse
con los simpatizantes de su partido, resentidos por su designación arbitraria
y, a la vez, conquistar a algún elector indeciso, a pesar de que a gran parte
de la ciudadanía le molesta que se haya aprovechado de su cargo en la
Defensoría del Pueblo para catapultarse como candidato. Al respecto, si
tomáramos la administración del municipio con mayor seriedad, los aspirantes a
la silla edil tampoco saldrían de los bares ni del patético showbiz,
como el postulante de la UCS.
Luego de la peor gestión municipal de nuestra historia, los ciudadanos
no quieren arriesgarse con nuevos líderes, y evocan con nostalgia a Reyes Villa
–si estuviera vivo, Coronel Rivas tendría chances también–. Lo recuerdan con
fanatismo, sin ningún sentido crítico, y le perdonan que haya sido edecán del
dictador García Meza, que haya tenido una empresa inmobiliaria mientras era
alcalde, que haya renunciado en medio de su última gestión para ser candidato a
presidente, que haya cuoteado el gobierno con Goni, y su reciente apoyo a la
candidatura presidencial del improvisado Camacho. Desde un punto de vista
desapasionado, queda claro que los argumentos que se utilizaron tanto para
habilitarlo como para inhabilitarlo son inconsistentes y sospechosos.
Mirando hacia adelante, debemos tener presente que el hormigón armado no
lo es todo en una ciudad. Construir más puentes y pavimentar las calles no
logrará que los conductores, que son unos redomados salvajes, respeten la
señalización y sean más considerados con los peatones y los ciclistas. Un nuevo
botadero no garantiza una urbe limpia, salvo que el “ciudadano tipo” –que
ensucia como un demonio de Tasmania– deje de tirar la basura en la calle y
aprenda sobre separación y reciclaje. La modernización de los mercados no
estará completa si no se implementan guarderías limpias, con parvularias y
asistentes, para que los hijos de las vendedoras no pasen su infancia
aletargados en medio de la carne y las moscas.
No respiraremos un aire limpio y renovado si no equilibramos el
desarrollo material con el desarrollo humano. No habrá líderes más capaces,
votantes más informados ni mejores vecinos. Seguiremos andando en velocidad
crucero, sobre el mismo camino barroso de la corrupción y la mediocridad, sin
la capacidad de girar el timón.
El autor es arquitecto, Twitter: @lema_andrade.
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