Los procesos electorales son el instrumento de la soberanía popular que
manifiestan el sentido y la consistencia de la democracia. En ellos se expresan
las características y condiciones en las cuales se desenvuelve la
gobernabilidad y las relaciones políticas de la sociedad. Esa su importancia y
su necesidad.
Durante el proceso electoral se evalúan la organización, el plan de
gobierno y el liderazgo a la hora de definir una opción que, luego de terminado
el cómputo y posesionadas las autoridades, concluidos los discursos se inicia
la gestión. Las autoridades, con su propuesta programática e ideológica, tienen
que gobernar para la totalidad de la población que necesita respuestas más allá
de los banderíos.
En ese escenario aparecen principios que deben aplicarse como condición
básica y sin los cuales la gestión se vacía de contenido y de compromiso. El
primero es el de la coordinación entre los niveles territoriales, en sus
componentes de planificación, inversión pública, programación de operaciones y
presupuestos. De no confluir todos ellos en una gestión integral, las
dificultades para lograr resultados, será evidente. De ahí porqué las
expresiones del Órgano Ejecutivo nacional en sentido de que sólo se trabajará
con los similares partidarios es una aberración administrativa y un chantaje a
la democracia.
Un segundo principio es el de respeto a la minoría. Las prácticas
gregarias que imponen la unanimidad abusando del consenso, desconocen el
principio de la diversidad y anulan las iniciativas que nacen precisamente de
ella. Los modos para desconocer esa condición no tienen que ver solamente con
la aplicación sin debate del rodillo de la mayoría, sino se combinan con
instrumentos como la cooptación, el intercambio de favores, llegando hasta el
transfugio asqueroso, cuando no a la persecución y anulación del adversario. A
riesgo de ser calificado como ingenuo, no existe la posibilidad de adoptar otra
posición y tenemos que exigir su cumplimiento y vivir las consecuencias.
Necesitamos ser millones los ingenuos, para que los vivarachos no terminen
imponiendo sus torpezas.
Cuando no se quieren cumplir estos principios, se utilizan los voceros
distractivos que confunden el escenario. En este tiempo, están los que plantean
la confrontación y la violencia como condición para resolver las diferencias.
Pero si estos principios tienen validez mundial y atemporalidad,
alcanzan mayor necesidad de aplicación en periodos como los que atravesamos: de
pandemia y de crisis económica repetidas hasta el cansancio. Quizá por ello nos
estamos adormeciendo y perdemos la perspectiva aplicando aquello de que “lo
poco asusta y lo mucho, amansa”.
Las campañas electorales, las movilizaciones, el bullicio electoral no
han resuelto el problema de la salud ni el de la economía, y sin embargo
pareciera que nos hemos dado una vacación para enfrentarlas. Cuando concluya la
segunda vuelta y durante la primera semana de mayo sean posesionadas las nuevas
autoridades electas, ¿qué se nos viene? ¿Será que, en súbito arrebato de
cordura colectiva, como solía decir Adalberto Kuajara, de repente todo funcionará
de manera diferente?
Como la respuesta racionalmente no es esperable, tendremos que
prepararnos para los próximo cinco años de un escenario complicado y complejo.
No será sostenible lograr resultados colectivos si continúan las prácticas
confrontacionales y no sosegamos el espíritu, la palabra y la acción.
Eso, no sólo es deseable, es imprescindible.
El autor es director de Innovación del Cepad.
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