El MAS juega con el cansancio de la gente. La resistencia cívica a los
atropellos y abusos del Gobierno ha comenzado a perder fuerza y la expresidenta
Jeanine Áñez parece hoy más sola que nunca en su celda de la cárcel de
Miraflores. La indignación seguramente persiste, pero ya no es el detonante de
grandes movilizaciones, ni de una sostenida protesta, salvo en las redes, donde
se libra una batalla cotidiana.
Hubo cálculo, sin duda, y también encuestas para ver hasta dónde se
podía estirar la cuerda sin que se rompa. Como ocurrió en Venezuela, cuando más
de un millón de personas en las calles no lograron mucho para frenar las
arremetidas de la dictadura, también en Bolivia existe el riesgo de que las
protestas languidezcan.
Y para colmo, la oposición cae nuevamente en un riesgoso juego personal.
No todos los líderes, ni los viejos, ni los nuevos, acuden a las convocatorias
cívicas. Algunos alcaldes electos prefieren cuidar el espacio propio y envían
señales de paz al Gobierno. Saben que por delante tienen cinco años difíciles y
no quieren romper relaciones antes de iniciarlas.
Hay que reconocer también que no todos los perseguidos del Gobierno de
Jeanine Áñez despiertan solidaridad, aunque sean víctimas de un asedio injusto
e incluso de violaciones a los derechos más elementales de sus parientes
cercanos. Las denuncias de tortura suman. El uso de una bolsa plástica para la
asfixia hasta que el detenido hable, las amenazas permanentes para romper
cualquier tipo de resistencia forman parte de un episodio repudiable y antidemocrático.
El objetivo es doblegar. A unos con el miedo, a otros con maniobras. A
la presidenta de la Asamblea Permanente de Derechos Humanos de Bolivia, Amparo
Carvajal, mujer digna y valiente si las hay, se le está organizando un golpe de
Estado –ese sí de verdad– con algunos de sus colaboradores, los más
inescrupulosos, prestos a canjear por monedas sus principios. Así quieren
acabar con uno de los últimos bastiones institucionales de resistencia a los
abusos.
Si las voces internas apenas son escuchadas, las externas lo son menos.
El bombardeo desde afuera ha sido intenso. No hay organismo que no se haya
pronunciado para reclamar al Gobierno que respete el debido proceso y cese la
persecución política.
No solo la OEA, a la que se responde con exabruptos al estilo de Maduro,
también la Unión Europea, Naciones Unidas y gobiernos vecinos demandan que el
proceder de Arce se ajuste a los principios de un Estado de derecho. Todo ha
caído en el saco roto de una sordera autoritaria. Arce dijo poco y lo que dijo
fue nada más para justificar lo que se hizo y advertir con que seguirá en la
misma línea.
En el MAS, hasta los supuestos conciliadores han dejado el
desprendimiento político para otro momento. La unidad desapareció de la
cosmovisión aimara del vicepresidente David Choquehuanca. Ahora los achachilas quieren
venganza.
“Hermanos, para terminar –decía Choquehuanca en su discurso de toma de
posesión del 8 de noviembre del año pasado– los bolivianos debemos superar la
división, el odio, el racismo, la discriminación entre compatriotas, ya no más
persecución a la libertad de expresión, ya no más judicialización de la
política”. Desgraciadamente, el viento andino se llevó sus palabras, la mentira
apagó su ajayu y no hay quién lo llame de vuelta.
El MAS nunca dejó de ser el partido de los tambores de guerra, y la
“justicia” su instrumento para consumar el ajuste de cuentas con el adversario.
Sorpresivamente, los jueces y fiscales se mueven con extraordinaria eficiencia,
los procesos vuelan, se trabaja sábado y también domingo. La retardación está
ahí, como siempre, ensañándose con los pobres; la celeridad es solo para los
enemigos.
El hastío de una sociedad confrontada, que vive a saltos entre un
episodio y otro de violencia, agotada por la pandemia, agobiada por la
incertidumbre, que busca la paz, pero no sabe cómo encontrarla, es el aliado
inesperado y silencioso de un Gobierno que teje con la fibra de la apatía la
mortaja de la democracia.
Los presos están cada vez más solos y la resistencia más débil.
Parecería que ya no es tiempo de héroes y que, por ahora, la rabia se volcará
hacia dentro. Aquí no ganó nadie, aunque algunos lo crean, porque las victorias
de un Gobierno como el actual son derrotas para la democracia. Aquí todos
perdemos.
El autor es periodista.
No hay comentarios.: