Esta semana acaba la intensa contienda electoral que de manera
eslabonada se va desarrollando desde hace meses en Bolivia, con las elecciones
generales de octubre de 2020 y las subnacionales del próximo 7 de marzo, para
elegir esta vez a autoridades departamentales y locales, lo que ha llegado a
ser insufrible por la falta de propuestas y políticas definidas, aunque los
resultados, al parecer, serán una radiografía de la diversa y compleja sociedad
boliviana.
El domingo se eligen “a más de 4.000 autoridades departamentales,
regionales y municipales para el periodo constitucional 2021-2026”, según se ha
informado oficialmente. Aquí han realizado campañas electorales las
candidaturas a los 336 cargos de alcalde/sa y a más de 2.000 concejalías;
además, de los nueve cargos de gobernador/a y otros cientos de asambleístas y
puestos concretos por departamento. Además, en Bolivia la paridad es
obligatoria por lo que la mitad de las candidaturas tendrían que ser femeninas;
sin embargo, las mujeres ocupan los segundos puestos en la mayoría de las
listas, lo que ha hecho que, salvo contadas excepciones, la contienda sea
notoriamente masculina. Eso también es un reflejo del país.
En suma, se ha producido una movilización generalizada que, además, poco
ha respetado las distancias de seguridad contra la Covid-19, un tema marginal
en los debates bastante flojos de contenido.
Las elecciones de 2020 han mostrado el peso que tiene el partido de
gobierno (MAS-IPSP): un instrumento político con el que las organizaciones
sociales han ido aunadas para recuperar el poder arrebatado en 2019, logrando
así una amplia y contundente mayoría nacional. Sin embargo, en las elecciones
de este año, las posiciones locales han dado a luz las contradicciones internas
de este partido, el único de presencia nacional, mientras que las fuerzas
opositoras, muy diluidas y cada una por su lado, reflejan su peso sólo en los
principales centros urbanos, las ciudades del eje central del país.
Así, la división y polarización que vive Bolivia desde hace años y que
se ha hecho profunda en 2019, con rupturas que han llegado inclusive al ámbito
personal, se han mantenido este 2021. Donde las propuestas de programas
electorales no han sido la base del discurso de las candidaturas, como si
fueran asuntos intranscendentes, frente a ese enfrentamiento entre masistas
versus antimasistas.
Si bien de fondo hay un supuesto programático entre las candidaturas
oficialistas del MAS (de contenido con un enfoque más social, de rescate de los
valores y sectores indígenas) frente a las de oposición (de contenido variado
neoliberal, proempresarial y/o de rescate de lo urbano y mestizo, frente a lo
andino, entre otros), en los hechos, en el discurso, en los debates mediáticos
de las candidaturas, no se ha observado nada más que el choque, el
enfrentamiento, sin un soporte ideológico de base, sin propuestas
programáticas, sin políticas municipales.
¿Qué harán si son alcaldes o alcaldesas (las pocas que se postulan)? No
se sabe. Han señalado, por supuesto, algunas obras. Obras que podrían hacerlas
tanto un partido como el otro porque no reflejan programas ni, mucho menos,
visiones políticas respecto a lo que se quiere hacer con las ciudades o los
departamentos. Una cosa es, por ejemplo, hacer una ciudad donde se fomente la
actividad privada, que busque la competitividad con criterios de modernidad
entendida como crecimiento de edificios y centros comerciales; otra es que se
busque una ciudad donde los ciudadanos puedan tener una vida más igualitaria en
infraestructuras y servicios, que sea feminista dando seguridad a las mujeres y
fomentando su presencia en lo público.
No se ha hablado nada de ello, en algún caso algo se ha escrito y
plagiado de otros programas. Se trata de una contienda por el puro poder, por
asegurar espacios de más enfrentamiento futuro y, además, una batalla en la
que, salvo excepciones, es de varones y sus valores patriarcales en primera
línea.
La autora es periodista.
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