La detención de la expresidenta Jeanine Áñez Chávez, constituye una
típica venganza política, que puede convertirse en un boomerang contra el
oficialismo. Los abusos comenzaron cuando fue detenida, sin ser notificada para
que comparezca ante la autoridad y se ha violado su domicilio (espacio sagrado
porque nadie puede ingresar en horas de la noche, salvo que se trate de un
delito flagrante), para ejecutar una orden fiscal, mellando su dignidad como
exmandataria, madre y mujer.
El gobierno del Movimiento al Socialismo ha resucitado, en efecto, el modelo
penal inquisitivo donde primero se detenía y después se investigaba; y el
imputado era un objeto probatorio (no sujeto con derechos y obligaciones), se
presumía la culpabilidad, y la confesión era la “reina” de las pruebas. Este
modelo se caracterizaba (y se caracteriza porque no ha muerto, pese a la Ley
1970 de 25 de marzo de 1999) por ser, fundamentalmente, violento, inhumano y
contrario a las garantías básicas consagradas en la Constitución y los
convenios y pactos internacionales.
El proceso penal no puede llevarse a cabo echando por la borda los
valores constitucionales, ni la verdad material puede obtenerse a cualquier
precio. La Constitución boliviana prohíbe “toda forma de tortura, desaparición,
confinamiento, coacción, exacción o cualquier forma de violencia física o
moral”; además, “las declaraciones, acciones u omisiones obtenidas o realizadas
mediante el empleo de torturas, coacción, exacción o cualquier forma de
violencia, son nulas de pleno derecho”.
Por ello, se dice que el derecho procesal penal es el sismógrafo de la
Constitución. Por cierto, en un Estado autoritario habrá un proceso penal
autoritario, mientras que en un Estado constitucional de derecho, habrá un
proceso penal democrático (en donde se podrán hacer prevalecer las garantías
procesales). Aquí se consagró la clásica división de poderes y, como
consecuencia de esta teoría (en lo formal), se consagró la independencia de los
jueces.
El proceso penal busca garantizar los derechos fundamentales y terminar
no sólo con la ley de la selva y la justicia por mano propia, sino también es
un método científico para la resolución pacífica de los conflictos jurídicos.
Sin embargo, dado que el derecho penal tutela valores, imprescindibles para la
convivencia pacífica (y la libertad es uno de ellos), la Constitución pone
límites a la actuación del Estado y el poder no debe ir un ápice más allá de
donde le permite la norma que lo crea.
A través del proceso se tiene que hacer realidad el mandato
constitucional (arts. 115-120 y 180.I), en el sentido de que “toda persona será
protegida oportuna y efectivamente por los jueces y tribunales en el ejercicio
de sus derechos e intereses legítimos, y el Estado tiene que garantizar el
derecho al debido proceso, a la defensa y a una justicia plural, pronta,
oportuna, gratuita, transparente y sin dilaciones”. En estos términos, la
Constitución proclama el debido proceso que exige, entre otras garantías, que
toda persona sea oída por una autoridad jurisdiccional competente,
independiente e imparcial.
El Tribunal Constitucional ha pregonado que el debido proceso es el
derecho de toda persona a un proceso justo y equitativo, en el que sus derechos
se acomoden a lo establecido por disposiciones jurídicas generales aplicables a
todos aquellos que se hallen en una situación similar. El debido proceso
comprende la potestad de ser escuchado presentando las pruebas que estimen
convenientes en su descargo (derecho a la defensa) y la observancia del
conjunto de requisitos de cada instancia procesal, a fin de que las personas
puedan defenderse adecuadamente ante cualquier tipo de acto, emanado del
Estado, que pueda afectar sus derechos.
El Órgano Judicial está para combatir los abusos del poder político o de
los particulares; sin embargo, hay casos donde se hace y se ha hecho
exactamente lo contrario: la justicia ha sido el instrumento para abusar del
poder. En los últimos tiempos vemos, por ejemplo, que se inventan procesos
penales para vulnerar los derechos fundamentales de los opositores políticos, y
esto constituye una amenaza para el Estado constitucional de derecho y para el
sistema democrático que reconoce el orden constitucional.
El autor es jurista y ha escrito de varios libros.
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