Ahora que las vicisitudes son mayores y las circunstancias no
necesariamente acompañan los deseos de quienes procuran asimilar conocimientos,
vale la pena reflexionar sobre qué significa ser docente en tiempos de
virtualidad y crisis sanitaria. Para responder a esta aparente fácil inquietud,
se deberá partir de tres preguntas colaterales básicas: 1) ¿Quiénes son
maestros?; 2) ¿La educación persigue los mismos fines que las personas que
acuden a centros de formación primaria secundaria o universitaria? y 3)
¿Quiénes son los protagonistas de la educación?
Respondiendo a la primera cuestión, la mayor parte de los que enseñan lo
hacen circunstancialmente, no porque el ser docente sea su principal fuente de
ingresos o de pasión y vida. Dada la naturaleza de nuestra sociedad y la
precariedad del sistema educativo, no se pondera al docente como valioso para
el sistema social, dejándolo de lado y creyendo que su rol es mecánica,
complementaria o incluso residual, ya que el objetivo de su existencia sería la
validación del sistema mismo, no el procurar conocimiento.
Por eso es que, en el nivel primario y secundario, nos encontramos con
mujeres y varones que quisieran haber alcanzado otros fines, pero el “salario
seguro” hizo que tomaran el camino de la docencia, encontrándonos con muy pocas
excepciones de dedicación y vocación. No vaya a creer el lector que la
situación es mejor en colegios privados o de convenio, pues en muchos casos el
formalismo de la currícula o la presión de los padres de familia limitan el
campo de acción docente. En el sector universitario, si bien hay notables
diferencias entre universidades públicas y privadas, hace ya mucho que las
primeras dejaron de ser lo que eran en los años 70 u 80 del siglo XX, siendo
ahora un microcosmos político de círculos de poder que buscan reproducirse,
antes que gestionar conocimiento en las mentes jóvenes que aún creen en la
profesionalización. En las universidades privadas, generalmente se encuentran
colegas “adaptados a los requerimientos” de la institución, del jefe de carrera
o de los estudiantes que suelen entender con una cerrazón muy notoria que lo
importante es el título, no aprender. Con todo y ello, serán maestros quienes
de una u otra forma tienen la oportunidad de ejercer un apostolado muy
recriminado que antes de ser resaltado es tachado de imperfecto y falto de
comprensión hacia los estudiantes de turno. Entonces, no sería el nombre de
maestros, sino tal vez de conductores, inductores de que se haga algo, en
comisión de obtener la evidencia que diga que se hizo algo.
Respecto a la segunda pregunta, no toda persona inscrita en educación
regular, primaria o secundaria, sabe por qué esta allí, siguiendo una especie
de monotonía de lo que se supone debería estar haciendo un niño, joven o
señorita en edad escolar o universitaria. Por lo tanto, la educación persigue
un norte claro desde la óptica de la cultura civilizatoria occidental, el cual
es promover una transformación real del ser humano que acude en busca de
conocimiento. Esto contradice los deseos de la gran mayoría de personas que
acuden por estatus, por generar mejores ingresos, por adherirse a la formalidad
laboral en tal o cual carrera que genera dinero, pero no comprendiendo el por
qué debe uno estudiar. De ello se colige que hay un abismo de diferencia entre
el fin de la educación y lo que realmente buscan las personas en un colegio o
universidad.
Por último, sobre los protagonistas de la educación, muy a pesar de la
importancia que se atribuyan estudiantes y docentes, en Bolivia, se han
constituido en el centro del proceso educativo, los administrativos, el
sistema, en otras palabras, el formalismo educativo que “controla, vigila y
castiga” a quien se sale del orden establecido, como diría el acertado filósofo
francés Michel Foucault. Empezando por el Ministerio de Educación, continuando
con los vicerrectorados académicos, jefes, directores o coordinadores, ninguno
trabaja en procurar condiciones óptimas de generación de educación,
instituyendo un caos, en el caso del ministerio, pues no ordena cómo deberían
formarse los niños y jóvenes en tiempos de virtualidad, dejando en manos de
estos burócratas escolares o universitarios, que impongan horarios extensos,
continuas regulaciones sobre cómo deberá enseñarse a estudiantes, con qué
plataforma o medio de comunicación sincrónica, obligatoriedad de grabaciones de
clases y un largo etcétera de cargas para “crear un nuevo profesional” a través
de la enseñanza.
Con todo, se debe aclarar que no todas las universidades y colegios son
iguales, ni toda persona carece de ubicación respecto de qué se debería estar
haciendo en un centro educativo, sin embargo, hay un desapego, una ausencia de
pasión por forjar personas lo más completas posibles, tomando en cuenta las
actuales condiciones de la humanidad. Ante esto y para provocar una reflexión
final en usted querido lector, ser maestro significa mucho más que lo le dejan
hacer, mucho más que lo que vemos en nuestra realidad y mucho más que lo que
piensan y dicen los estudiantes.
El autor es abogado y politólogo.
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