¿Qué hecho tiene mayor relevancia desde el punto de vista de la
consolidación del “golpe de Estado” de noviembre de 2019? ¿Las reuniones
propiciadas por la Iglesia en la Universidad Católica y la posterior posesión
de Jeanine Áñez en un cuarto vacío sin el quorum reglamentario de la Asamblea
Legislativa Plurinacional, o las masacres de Senkata y de Huayllani?
Tanto el Gobierno como la Iglesia católica se encuentran enfrascados en
un debate enfocando la atención de la opinión pública en las reuniones
acaecidas entre el 7 y el 12 de noviembre, día del ascenso de Áñez. Dicho
debate se centra en la discusión de si durante aquellas reuniones se hubiese o
no roto el régimen constitucional.
El clima ideológico donde transcurre este debate es el principio
democrático-burgués del Estado derecho, establecido en la Constitución. Es al
interior de esta atmósfera donde fluye el main stream ("corriente
principal") sobre si hubo o no hubo golpe de Estado. Los distintos líderes
de opinión, empezando por Jorge Richter, hoy vocero del Presidente,
desarrollaron sus argumentos al interior de dicho paradigma: el signo básico
del “golpe” habría sido la ruptura de la institucionalidad democrática. Desde
esta óptica, actores extraparlamentarios habrían conspirado en la UCB y habrían
escogido gobierno al margen de la Asamblea Legislativa. Dicho enfoque parte de
una definición jurídica y liberal del Estado, concebido, en lo fundamental,
como un pacto social establecido en la Constitución. Esto es ideología oficial
y ley en Bolivia y es el paraguas dentro del cual se discute sobre si hubo o no
hubo golpe.
El problema de este enfoque es que se centra en eventos, catalogados
como conspirativos e ilegales, que acontecieron principalmente después de la
caída de Morales. En sentido estricto, un "golpe" es un acto de
fuerza, que sociopolíticamente proviene "desde arriba" de la sociedad
(clases dominantes, policías, militares, políticos) y que provoca la caída de
un gobierno, no un contubernio que después se arma para formar un gobierno que
sucede al derrocado.
En vista de ello, para analizar las causas de la caída de Morales, el
enfoque juridicista del problema es totalmente insuficiente. Desde un enfoque
marxista, por ejemplo, que parte del supuesto de que el Estado es
–principalmente, aunque no únicamente– un órgano de represión de clase, la
discusión sobre el poder del Estado gira en torno al papel de los órganos de
represión, la Policía y el Ejército, y su relación con las clases dominantes.
Desde esta otra perspectiva, en el proceso político de octubre-noviembre
de 2019, un sector de la burguesía cruceña, representada por la dirigencia del
Comité Cívico, "arregló" con los militares para que estos dejasen de
reprimir. En su testimonio Volveremos y seremos millones, Evo
Morales indica que después del amotinamiento policial del 7 de noviembre
consultó a los militares sobre las posibilidades de imponer un estado de sitio,
a lo que ellos respondieron que "no tenían balas". Morales afirma que
varios signos de este tipo indicaban que el Gobierno ya no tenía control sobre
el Ejército. Este fue un importante antecedente de la sugerencia que luego, el
10 de noviembre, el Alto Mando Militar le hizo a Morales de que renuncie.
Lo propio declaró el exministro de Gobierno, Carlos Romero: la Policía
estaba controlada por la oposición varios días antes de la caída de Morales. El
motín policial del 7 de noviembre corrobora esta información. Y durante los
días sucesivos, la Policía inclusive escoltó los ataques de los motoqueros y de
los cívicos. Como puede advertirse, el "núcleo" de la conspiración,
causa principal de la caída de Morales –no la única– fue la articulación entre
sectores de la burguesía cruceña y el Alto Mando de los órganos de represión
del Estado (Ver nuestro trabajo La caída de Evo Morales, la reacción mestiza y el
ascenso de la gente bien al poder). Desde esta otra perspectiva, en la
consumación del golpe, tienen mayor relevancia las masacres de Senkata y de
Huayllani. Forman parte de los desplazamientos del poder real.
En el análisis, cabe distinguir, entre las relaciones de fuerza
(movilizaciones sociales, actos represivos del Gobierno, propiedad y poder
económico capitalista, etc.) y las liturgias políticas (Balandier), es decir,
los rituales “constitucionales” (por ejemplo, la posesión de Jeanine Áñez) que
tienen el papel de legitimar un determinado balance de poder. Tal como René
Zavaleta destacaba refiriéndose a la obra de Almaraz: “Almaraz se dio cuenta de
que los presidentes y los Parlamentos y los golpes de Estado no eran sino el
epifenómeno de un núcleo desconocido y apenas señalado, es decir, la historia
cuando ocurría afuera. Había otra historia interna o la del verdadero poder:
aquí ya no importaban los presidentes sino Patiño, su psicología personal, sus
inversiones extranjeras, la batalla de la técnica metalúrgica y sus héroes (…)
las contradicciones dentro del propio poder minero”.
En la coyuntura actual, una de las limitaciones del debate político
sobre el “golpe de Estado”, reside en el hecho de que políticos, juristas y
analistas, contribuyen bastante a confundir los actos de poder con su
epifenómeno.
El autor es docente-investigador del IESE-UMSS.
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