Es increíble cómo este país está lleno de “elefantes blancos”, es decir,
obras de inversión pública de dudosa utilidad y/o con pésima planificación.
Un ejemplo de ello es el corredor Quintanilla, mamotreto lleno de
falencias, improvisaciones e irregularidades, al punto que aquello fue admitido
por funcionarios de la propia empresa adjudicada y por las nuevas autoridades
del Gobierno Municipal de Cochabamba. Además, ¿qué clase de planificación
pública mínimamente científica y racional pudo establecer como “prioridad” un
distribuidor vehicular en una de las ciudades más contaminadas de América
Latina y la más contaminada de Bolivia, justamente debido al desmedido parque
automotor que tiene? ¿Qué clase de planificación pública mínimamente científica
y racional se inclina por un distribuidor vehicular en lugar de promover el uso
de la bicicleta o de establecer un sistema de transporte masivo ecológico en localidades
ultracontaminadas?
Y encima, el mencionado bodoque se cargó árboles y áreas verdes en una
urbe que ostenta las escalofriantes cifras del 2,58% de cobertura arbórea, en
toda superficie, y apenas un 0,76% de áreas verdes arboladas (datos del Plan Maestro
de Forestación y Reforestación, Gobierno Autónomo Municipal de Cochabamba,
2017). En la primera fase de la obra, por lo menos se sacrificaron 17 de 23
árboles “trasplantados”. La segunda fase apuntaba a 44 árboles que posiblemente
hubieran corrido el mismo destino sino fuera por la incidencia ciudadana y la
justicia ambiental que obligaron al Gobierno Municipal a garantizar el
trasplante de manera científica y cuidadosa, al punto de haberse traído de Perú
un profesional experto en el área. Sin embargo, así sobrevivieran los árboles
(más les vale), no se deja de reducir un corredor verde ante un adefesio de
cemento y alquitrán. Una vez más, árboles, áreas verdes, espacios para peatones
y ciclistas deben dar paso al reinado del concreto, del asfalto y del
automóvil.
Por otra parte, para nadie es secreto que los transportistas hacen y
deshacen en los gobiernos bolivianos hace décadas, así eso signifique el
sacrificio del bien común. ¿No fue ilustrativo lo que sucedió el pasado fin de
semana cuando los transportistas –por pura mezquindad y egoísmo– impusieron su
voluntad de no “permitir” que trabajen deliveries?
Todo ello responde a un fenómeno más de fondo y relacionado con una
cultura política de valores caducos que datan de los tiempos de Ford. Hay que
recordar que la revolución industrial permitió el desarrollo del capitalismo en
base a una producción más acelerada. Esto no significó la desaparición de las
asimetrías sociales, al contrario, se pasó de la esclavitud y la servidumbre
feudal, a la explotación del régimen del salario, erigiendo un ritmo de
subsistencia frenético, mecánico y amargo.
Cual anillo al dedo, la invención del vehículo motorizado vino a
complementar la pleitesía a la “productividad”, catapultando como
incuestionable aquella forma de vivir siempre ávidos de cumplir con horarios,
empezando por la escuela y terminando en las oficinas y las fábricas. El
transporte motorizado implicó la inexcusable movilización de la fuerza de
trabajo y fue imponiéndose en las mentalidades de todas las clases sociales la
idea de que un auto es una “necesidad” y símbolo de estatus. El asfalto y el
automotor se constituyeron como insignias tecnócratas y etnocéntricas de
“civilización”.
Aquello ocurrió entre finales del siglo XIX y la primera mitad del siglo
XX. Hoy, en pleno siglo XXI, varios países cultores de ese modelo se encuentran
en pleno mea culpa por la insostenibilidad ambiental que
genera, rescatando como joyas sus espacios verdes y reduciendo urgentemente el
transporte motorizado. Pero tal parece que en Bolivia y Cochabamba estamos
empecinados en ganar el “Concurso de valores arcaicos, nocivos, retrógrados y
caducos”.
La autora es socióloga.
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