“No habrá reconciliación con fascistas y racistas, salvo que entendieran
que nuestra ideología y programa están bien para Bolivia”. Esta frase de Evo
Morales gráfica bien la línea gubernamental equivocada que viene siguiendo hace
ocho meses el presidente Arce, y cuyo corto alcance frente a los problemas del
país ya empieza a revelarse.
Puede ser aún prematuro afirmar que la mayoría electoral del 55% del MAS
se haya diluido, pero lo evidente es que ya no estamos en presencia de una
fuerza hegemónica encabezada por una renovada propuesta estatal que despierte
el entusiasmo y la adhesión de la mayoría de la gente.
El despliegue gubernamental autoritario y represivo, con la retórica del
“golpe”, la proliferación de juicios y detenciones ilegales como la de la
expresidenta Añez, con el aditamento último de la “conspiración internacional
de la derecha”, sigue siendo el núcleo discursivo del Gobierno que ignora que
esa temática no le es prioritaria a una sociedad preocupada por la pandemia que
ya ha alcanzado a casi medio millón de bolivianos y causado la muerte de
17.550; y por la crisis económica que, pese a las cifras alentadoras del PIB en
el futuro próximo, se expresa todos los días en el agravamiento de las
carencias materiales.
La mayoría de la gente está al margen de ese debate ahistórico de golpe
o fraude, alentado incluso por una oposición que, al igual que el Gobierno, no
repara en la dimensión estructural de la crisis que estalló a fines de 2019 y
de la que no atinamos a salir: La propuesta estatal del MAS inaugurada en 2006,
al cabo de una década, mostró sus fisuras y vaciamientos. El autoritarismo, la
corrupción, el despilfarro y el extractivismo habían fracturado la posibilidad
de una construcción estatal distinta, de institucionalidad, de ética, de
desarrollo productivo y de plurinacionalidad. Después de una década, pese a los
avances, una buena parte de la población percibía que no se habían enfrentado
bien los grandes problemas del país y que, por lo mismo, no se había mejorado
visiblemente la vida cotidiana.
Por ello, la mayoría absoluta votamos por un cambio de gobierno en
febrero del 2016, cuando nos consultaron sobre la intención prorroguista de los
gobernantes. Les dijimos que No a Morales y a Linera, que debían irse, que
necesitábamos un relevo gubernamental que abra nuevas perspectivas. Los
prorroguistas no asumieron el mensaje mayoritario. Con las triquiñuelas
delictivas del Tribunal Constitucional desconocieron el voto popular y
fracturaron la Constitución. Así llegamos a las elecciones de octubre de 2019,
ya no sólo con la frustración de un proceso malogrado sino con el repudio
generalizado al prorroguismo contra el que votamos.
Nunca sabremos el resultado exacto de las elecciones anuladas, pero no
hay duda que el prorroguismo fracasó. Ellos no lo habían previsto y por eso se
atropellaron con torpeza después de las 8 de la noche del 20 de octubre y
acudieron desesperadamente al fraude. El resto lo conocemos: La soportabilidad
social había sido rebasada, y vinieron la sublevación ciudadana, la renuncia,
la fuga y el recambio, también apresurados.
No hubo golpe, la caída, el derrumbe masista no requería de ninguna
acción de fuerza cuartelaria. Se cayeron porque embarrancaron su “proceso de
cambio”, y porque, extraviado su libreto estratégico, se redujeron a un pequeño
proyecto prorroguista de poder.
Pero al estancamiento estatal masista se agrega la otra cara de la
crisis estatal hasta ahora no resuelta: No se construyó desde la oposición
democrática, ni siquiera inicialmente, una propuesta estatal alternativa.
Apenas se articuló con Comunidad Ciudadana un canal para el repudio electoral.
Nuestro voto sólo fue de rechazo y por ello la penosa “transición” de Áñez,
junto a la pandemia, rehabilitaron electoralmente a los nuevos candidatos del
MAS que, en medio del vacío programático, retornaron al gobierno.
El fraude fue el recurso desesperado de último momento. No ha sido la
manipulación de los sistemas informáticos electorales la causa de la debacle
opositora. No había propuesta ni organización política alternativas, y después
de casi 12 meses de “transición” corrupta y abusiva, sin gran entusiasmo la
población volvió a votar mayoritariamente por los “malos conocidos” antes que
por los “buenos” que, retratados en Murillo, resultaban iguales o peores.
Por ello no tiene destino que unos sigan perorando con el “golpe”, sin
remontar su estancamiento programático y sin renovar un ápice su visión de
país. Y que los otros sigan zapateando reactivamente en el fraude sin iniciar
ninguna propuesta estatal distinta.
Los dichos de Morales no son buenos consejos gubernamentales, ni deben
ser el referente a superar por los opositores.
El autor es político y abogado.
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