El
pasado martes 27 de julio, el Fondo Monetario Internacional (FMI) actualizó sus
Perspectivas Económicas Globales para este y el siguiente año. Sus consideraciones
dejaron un sabor agridulce.
Lo positivo: visto en retrospectiva, la crisis de
la pandemia ha sido más corta y menos aguda a nivel mundial que lo que se
preveía un año atrás, en el momento más terrible del confinamiento.
Lo negativo: la recuperación es desigual entre economías avanzadas y aquellas
que están en desarrollo. Es decir, existen mejores perspectivas para los países
industrializados que para los emergentes. Además, el costo de esta surreal
crisis es dispar, porque ha implicado una caída promedio de 3% del ingreso por
habitante para los países ricos, pero del doble para los que no lo son.
La divergencia entre ambos tipos de economías
ocurre principalmente por dos factores. El primero es que la tasa de
inmunización y vacunación en los países avanzados es mucho más alta que en el
resto de los países. Mientras el 40% de la población de los países
desarrollados ya tiene inmunización plena, en el resto del mundo este
porcentaje es una cuarta parte.
La segunda razón es que los países industrializados
continuarán ayudando a las familias y a las empresas en este y los siguientes
años mediante programas fiscales y estímulos monetarios. En cambio, en países
en desarrollo, no existe la capacidad de proporcionar esas ayudas por la
limitada posibilidad de endeudamiento.
Eso me lleva a replantearme la noción de pobreza.
Cuando hablamos de ella usualmente nos referimos a
las carencias que tiene la población desde lo más esencial, como un ingreso
mínimo para alimentarse. O también nos referimos a la incapacidad de satisfacer
necesidades básicas, como una vivienda, salud y educación. Esta definición
puede ir un poco más allá para comprender otras dimensiones, como nutrición,
agua potable, electricidad, etc.
Sin embargo, lo que acaba de anunciar el FMI nos
lleva a entender que la pobreza no solo se concentra en carencias específicas
de individuos particulares, sino que puede generalizarse a sociedades en su
conjunto.
Me concentraré en la pobreza institucional o la
baja capacidad de implementar las medidas adecuadas en el momento oportuno con
la gente precisa.
Por culpa de esta pobreza no tenemos un sistema
sanitario que pueda brindar la atención mínima y decente a todos quienes sufren
por la pandemia u otras enfermedades. La provisión de salud es mucho más que
solo centros de salud, implementos y personal médicos. Incluye la capacidad de
combinar adecuadamente estos y proporcionar cuidado preventivo y paliativo.
Por culpa de esta pobreza, no pudimos tener una red
de protección social para los más vulnerables. Cuando llegó la crisis solo
pudimos transferir bonos a la mayor parte de las personas, sin concentrar la
ayuda en quienes más lo han necesitado.
Peor aún, no pudimos ayudar a que las unidades
productivas de todo tipo puedan continuar sus operaciones y seguir proveyendo
empleo. Quedó clara la ignorancia generalizada sobre cuántos, dónde y qué hacen
los emprendimientos familiares y las empresas establecidas para apoyarlas a
continuar y a mantener fuentes de trabajo. No supimos las necesidades de
capital de operaciones para promover su continuidad.
Pero también mostramos una pobreza generalizada en
la concepción de políticas macroeconómicas, pese a creer que las teníamos ya
dominadas. En la parte fiscal nos faltó la capacidad de crear un marco fiscal
que pueda asignar los recursos de forma eficiente como sostenible, con el cual
habríamos enfrentado los coletazos de la pandemia.
O hemos estado carentes de la posibilidad de construir un régimen cambiario que
pueda dar a la vez credibilidad para mantener una inflación baja, como
flexibilidad para enfrentar los choques externos. Ni qué decir de una política
monetaria que tenga la fortaleza de emplear aún las herramientas convencionales
para preservar la producción.
En fin, maldita pobreza institucional que nos condena a la pobreza material.
Pablo
Mendieta / Economista.
No hay comentarios.: