El politólogo estadounidense Robert Dahl comienza el capítulo IV de su
libro La Democracia con una pregunta: ¿qué es la democracia?
Responde con una ilustración que grafica la necesidad social y política de los
seres humanos de organizarnos para complementarnos.
“Todos tenemos fines que no podemos conseguir por nosotros mismos. Pero
algunos de ellos los podemos alcanzar cooperando con otros. Supongamos,
entonces, que para alcanzar determinados objetivos comunes, algunos cientos de
personas acuerdan constituir una asociación”, dice el profesor.
Una asociación (sociedad) requiere una Constitución. Ésta debe ser
redactada por representantes elegidos por voto popular. Esta vez, más que
concentrarnos en los redactores, miraremos la parte referida a las personas que
gobernarán la asociación.
“¿Queremos una constitución que confíe a algunos de los más capaces y
mejor informados de entre nosotros la autoridad de adoptar todas nuestras
decisiones más importantes? Este arreglo no sólo puede asegurar decisiones más
sabias, sino también ahorrarnos al resto una gran cantidad de tiempo y
esfuerzo”, grafica Dahl a través de la voz de uno de los, digamos,
constituyentes.
Un momento. Nadie entre nosotros es más sabio ni superior que el resto
en el sentido de que sus decisiones deban prevalecer automáticamente, responde
otro.
Por supuesto. Si admitimos esta falacia, significaría aceptar el mito del
rey que es rey porque es EL ELEGIDO. En consecuencia, éste no admite
cuestionamiento alguno. Y si somete su elegibilidad a votación, armará un
fraude o violará la ley fundamental para ganar sí o sí. Los que creen que hay
un superior para dirigir a los inferiores creen que si un día el monarca es
reemplazado, “el sol se va a esconder y la luna se va a escapar”.
A diferencia del totalitarismo, la democracia no acepta seres
imprescindibles en el gobierno porque “incluso algunos miembros pueden tener
más conocimientos sobre alguna cuestión en un determinado momento, todos somos
capaces de aprender lo que necesitamos saber”, dirá Dahl.
Entonces, en democracia, todos estamos cualificados para competir por
acceder al gobierno, siempre y cuando comencemos la carrera desde el mismo
punto de partida y siempre y cuando haya acondiciones para deliberar, decidir,
elegir y ser elegidos.
Por consiguiente, la Constitución debería garantizar el derecho a
participar en las decisiones comunes. Entonces, ¿qué es la democracia? El
gobierno de todos en condiciones de igualdad eligiendo y siendo elegidos. ¿Y
qué es el totalitarismo? El gobierno de uno y su grupo en condiciones de
desigualdad. Desigualdad que se traduce en la divinización del gobernante y la
superioridad de su grupo. Superioridad que se materializa en licencia para
violar leyes y quedar impunes.
Así Stalin gobernó impunemente 30 años la Unión de Repúblicas
Socialistas Soviéticas (URSS); Stroessner fue reelegido en cinco elecciones
consecutivas en Paraguay; Rafael Trujillo conservó el poder en República
Dominicana de 1930 a 1961 de forma directa como mandatario e indirecta a través
de presidentes títeres; Evo Morales violó la Constitución, se burló de un
referendo e hizo fraude en Bolivia hasta que fue echado por una rebelión
popular. Hoy, Daniel Ortega encarcela a sus adversarios y mata para participar
solo y ganar su tercera reelección consecutiva en Nicaragua.
Ante estos riesgos para la democracia, en su informe de 1983 sobre Cuba,
la Comisión Interamericana de Derechos Humanos estableció que el ejercicio del
derecho a la participación política implica “el derecho a organizar partidos y
asociaciones políticas que, a través del debate libre y de la lucha ideológica,
pueden elevar el nivel social y las condiciones económicas de la colectividad,
y excluye el monopolio del poder por un solo grupo o persona”.
Esta es la piedra angular para comprender que la reelección indefinida
no es un derecho humano. Si fuese un derecho humano, significaría la violación
de los derechos humanos de los otros ciudadanos que, por principio, sin
evidencia en contra, saben que son y deben ser iguales.
Además, ¿acaso sería justo que el bien e intereses de una persona
(tirano) sean considerados como superiores a los de la mayoría? La democracia
es igualdad; por ello, es el antídoto para evitar que un gobernante salido de
las urnas se convierta en tirano, ya sea por megalomanía, paranoia, interés
propio, ideología, nacionalismo, creencia religiosa o convicciones de
superioridad innata.
En resumen, la democracia es el límite del poder, escribirá Alain
Touraine. La Constitución es el instrumento que limita ese poder en tiempo y
ejercicio.
El autor es periodista.
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