Repetir que el mundo ha cambiado radicalmente ya lleva a pereza
intelectual y genera una duda existencial. Resulta difícil evaluar exactamente
lo que ello significa y en la necesidad de volver a una quimérica normalidad
con la que vivimos antes de la pandemia se nos plantean complicaciones al tener
que aceptar cambios de conductas y actitudes.
Cuando recordamos cómo vivimos la cuarentena estricta en 2020, sin salir
de la casa, con actividades comerciales cerradas, respetando el número de
carnet de identidad para ir al mercado o a los bancos, con transporte
suspendido y una modificación radical en el uso del tiempo, y la comparamos con
nuestra vida actual, pareciera que le estamos perdiendo irresponsablemente el
temor al virus mientras este campea libremente.
Resulta casi una inocencia recordar las campañas promovidas para evitar,
o que disminuyan, las filas en trámites públicos y privados que terminan
generando focos de infección inhumanos. Igualmente, el debate sobre la
pertinencia y oportunidad de las elecciones nacionales, departamentales y
municipales, con sus segundas vueltas, inclusive. Tendremos que reconocer el
grado de osadía y temeridad con las cuales se desarrollaron esos comicios en un
escenario marcado por la ausencia de respuestas organizativas, médicas y
administrativas que propusieran respuestas oportunas y científicas. Gracias a
una voluntad superior, no hemos sufrido mayores daños por las concentraciones
de campaña electoral sin barbijos.
Y ahora, esta nueva prueba de la vacunación marcada por una
desinformación que combina el negacionismo con la indolencia, generando un
caldo de cultivo complicadísimo. El Gobierno está utilizando su legitimidad al
alargar una solución que no tiene respuesta contundente en termino de tiempo y
de número de vacunas.
Frente a esa realidad, no podemos seguir viviendo debajo de la tutuma.
El mundo se encuentra en una vorágine que no esperará nuestros tiempos y nos
recuerda que está en proceso de reinvención. La necesidad de aceptar que no
somos el ombligo de la creación y debemos cumplir nuestra tarea nos lleva a
identificar los temas imprescindibles, sin los cuales no seríamos responsables
con nosotros mismos.
Necesitamos comprender lo que significa construir, vivir y ser parte de
una región global, integrada nacional e internacionalmente. Reconocer el
continuo territorial de la crisis, que ha borrado las divisiones político-administrativas,
es una exigencia para reconceptualizar la relación espacio/gestión/servicio en
el que deben articularse actores públicos y privados de manera insoslayable.
Para ser operativos, esta región global debe tener seguridad humana
–expresada en inclusión, trabajo, justicia y producción– que otorgue a sus
habitantes, pero en realidad al mundo, las condiciones que ofrezcan respuestas
oportunas a las necesidades de las personas. Como consecuencia, el territorio
debe ser explotado sosteniblemente y los habitantes que vivan en él, deben
tener la salud imprescindible que les permita ser útiles a sí mismos.
Y para cerrar el círculo, debemos respirar educación, digitalización e
innovación, superando las trabas, mentales y materiales que nos hemos impuesto
irresponsablemente.
Cuando leo esto, escucho las palabras de Andrés Ibáñez desde el siglo
XIX, leo el Memorándum de 1904 de la Sociedad de Estudios
Geográficos e Históricos de Santa Cruz, y recuerdo las consignas de la
Revolución Nacional, que desde 1952, nos interpelan para construir un Estado
soberano sobre la base de una sociedad dual y abigarrada, origen de nuestros
desencuentros. Parecemos una sociedad inconforme que reniega o revisa todo el
tiempo su forma de organización, su estructura, sus valores y sus instrumentos
de representación.
Se nos está acabando el tiempo para seguir deambulando. Nos queda sólo
el diálogo.
El autor es director de Innovación del Cepad
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