La trayectoria del exministro de Gobierno, Arturo Murillo, fue siempre
oscura, pero más por mediocre que por delictiva.
Senador ruidoso e infectivo, presentó innumerables denuncias de
corrupción, poco sustentadas, en contra de funcionarios del anterior régimen,
que nunca prosperaron.
Murillo, como muchos políticos de estilo chabacano, fue mediático por
torpe y anecdótico. Fue de esos personajes a los que es muy fácil
"jalarles la lengua" y lograr una declaración polémica útil para
sazonar el picante diario de la información política.
No fue un parlamentario de palabra fácil e ideas articuladas. Por el
contrario, lo suyo fue siempre el discurso torpe, atropellado, inconexo,
rebosante de adjetivos, de exceso.
Por esas cosas que tiene nuestra política ocupó espacios de poder
durante algunos años. Se sabe de algunos familiares suyos que transitaron
también por los mismos caminos y con suerte parecida en el pasado.
Murillo fue diputado y senador por Cochabamba. De escasos méritos
profesionales, su llegada a esos curules tal vez fue resultado de una
“inversión” (se sabe que en muchos casos las diputaciones y senadurías están
reservadas para los que “aportan” antes que para los que las merecen) o un
premio a su enemistad con el MAS y Evo Morales.
Empresario vinculado a la hotelería en el trópico de Cochabamba,
padeció, como otros, los largos años de bloqueos y violencia cocalera en el
Chapare. Es decir que llegó a la política más por deseo de venganza que por
otra cosa.
Como es característico en la política boliviana, Murillo pasó de un
partido a otro, buscando el mejor ángulo para la foto de la figuración. No
aportó mucho, casi nada, pero se convirtió en una suerte de bufón atractivo
para el espectáculo y hasta se ganó un mote poco piadoso, el “Bolas”, que
sirvió para redondear las particularidades de su carrera pública.
Al ministerio de Gobierno llegó por mera casualidad. Por estar en el
lugar correcto, en el momento preciso y, para ser claros, cuando no había mucho
de dónde elegir. De hecho, fue parte de un grupo pequeño, un entorno de
senadores próximo a quien por azares del destino y las normas constitucionales
le tocó estar en la línea de sucesión.
No fue integrante de un gobierno representativo de las movilizaciones
cívicas contra el fraude que terminaron con la renuncia y huida de Evo Morales,
sino de un grupo al que le tocó exclusivamente administrar la transición
democrática hacia una nueva elección. Pero Murillo pensó, como lo hicieron
algunos que compartieron esa gestión, que el poder y sus beneficios podía
extenderse por más tiempo.
Algunos, nostálgicos de la mano dura, aplaudieron sus excesos desde el
Ministerio, sus bravuconadas, la violencia de su castellano limitado y rudo,
los ademanes torpes, su histrionismo de malo de la película que tanto disfrutó,
su racismo.
Cuando se esperaba reconciliación y paz, luego de largos años de un
gobierno que apostó por la división y la violencia, Murillo fue agresivo,
cobarde y, ahora se sabe, esencialmente corrupto. No es extraño que haya estado
entre los que recomendaron apretar el gatillo antes que detonar la
inteligencia, cuando las tensiones se agravaron, porque estaba hecho de esa
madera.
Como otros poderosos temporales de todos los gobiernos, Murillo enfrenta
ahora el veredicto del espejo que lo refleja sin retoques, la condena de su
propia miseria, la factura de su arrogancia, la sensación terrible de haber
sido reducido a un número de filiación delincuencial.
Murillo no representa a la Bolivia democrática que puso freno a la
tentación autoritaria de Evo Morales y los suyos. Como ellos, él es solo una
expresión más, vulgar y vergonzosa, de una clase de políticos de la que a
Bolivia le cuesta mucho sacudirse.
Quienes hoy celebran su detención, como si se tratase de la derrota
definitiva de una apuesta generacional por el respeto y la vigencia de los
valores democráticos, cometen un grave error, porque quieren seguir añadiendo
capítulos y personajes de barro a la versión falaz del golpe de Estado.
Solo fue un tal Murillo, que pasará al olvido y deambulará por las
páginas de la vergüenza. Y ojo, no es hacer leña del árbol caído, porque en
este caso ni siquiera hubo un árbol.
El autor es periodista.
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