JORGE RAFAEL CASTILLO VILLANUEVA
Hoy, Miércoles de Ceniza, los cristianos iniciamos un tiempo litúrgico
conocido como Cuaresma. Éste sirve de preparación para celebrar más adelante la
Pascua, la muerte y resurrección de Jesucristo. La constante de este tiempo que
dura 40 días se resume en la palabra “conversión”. Y aunque pareciera exclusiva
de los cristianos, creemos que su alcance involucra a todos, creyentes o no.
Todos, de una manera u otra, nos sentimos llamados a convertirnos, a procurar
ser mejores, y a construir una sociedad y un mundo mucho más pleno. Comparto
estas reflexiones desde mi condición de creyente. Pero son reflexiones aptas
para todo público, abiertas a hombres y mujeres de buena voluntad.
El profeta Joel, cuenta en la Biblia que fue testigo de una monumental
plaga de langosta que afecta a todo el pueblo de Israel de la manera más
dramática que podemos imaginarnos. “Destruido el suelo, hace duelo la tierra:
el grano está perdido, el vino seco, el aceite rancio; están defraudados los
labradores, se quejan los viñadores por el trigo y la cebada, porque no hay
cosecha en los campos”, Joel (1,10-11).
Para un pueblo agricultor como el de Israel, en la antigüedad, el futuro
se avizoraba nefasto. La fatalidad y la vulnerabilidad se respiraban con cada
bocanada de aire. Esa fue la ocasión que el profeta aprovechó para predicar la
conversión a su pueblo que se había desviado del camino de Dios, por lo que era
imperativo “volver” el rostro hacia el Señor. Esa era la oportunidad, ese era
el momento.
La actual pandemia, como aquélla ancestral plaga de langostas, ha
desnudado nuestras propias vulnerabilidades, y ha puesto en evidencia otras
pandemias. La humanidad se sentía invencible e imparable, hoy debe reconocer
que un pequeño virus la puso de rodillas y a merced de la extinción y la
muerte. Las desigualdades económicas y sociales se han hecho más evidente en
relación al acceso a la salud y la educación a distancia. Nos creíamos dueños
absolutos de la naturaleza, pensábamos que sus recursos eran infinitos; pero
hoy nos damos cuenta que el daño que le hemos ocasionado, vuelve a nosotros, y
hay límites que debemos respetar. Las mezquindades políticas se han puesto en
evidencia con el uso político de las vacunas o las promesas electorales.
“Asaltan la ciudad, escalan las murallas, suben a las casas, penetran como ladrones
por las ventanas” (Joel 2,8).
El término “conversión”, en hebreo se pronuncia como šūb. Y
en castellano significa “volver”. Es la acción de quien ha torcido su camino, o
ha elegido el camino equivocado. Conversión significa entonces volver hacia el
camino correcto. Volver hacia Dios que implica también volver el rostro a los
hermanos y a los demás. Significa también “caminar juntos”. En la tradición
cristiana se han recuperado dos traducciones griegas: metanoia, que
es el cambio interior, el cambio del corazón; y epistrephein, que
es el cambio de conducta. El cambio interior implica necesariamente el cambio
exterior, o no es verdadera conversión.
Nuestro mundo necesita convertirse. Creyentes o no, podemos soñar con un
mundo diferente: más humano, más divino. Seguramente no veremos el final que
soñamos, pero podemos acercarnos. Pero que sea un sueño con los pies bien
puestos en la tierra. Será preciso llamar injusticia o lo que es injusto, o
señalar la corrupción cuando la veamos. El silencio frente al mal sólo nos
vuelve cómplices. Y señalar el mal y el pecado siempre nos pondrá en peligro.
Pero, ¿tenemos alguna otra opción?
Quisiera pensar que todos nos hacemos la misma pregunta: ¿qué puedo
hacer? Las respuestas seguramente serán diferentes. Algunas acciones parecerán
mínimas otras parecerán grandes. Pero pequeñas o grandes, todas son necesarias.
Los creyentes lo hacemos oyendo la Palabra del Señor y creyendo profundamente
en su presencia y misericordia. Y a esta podemos agregar muchas otras motivaciones.
El nombre del profeta es Joel y significa “Yavé es Dios”. El profeta
lleva a Dios no sólo en su nombre sino especialmente en su corazón. Y ahí es
donde podemos empezar a cambiar, desde el corazón de cada ser humano que es el
corazón de nuestro mundo.
El autor es misionero claretiano.
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