ERIKA J. RIVERA
Como se sabe, el mal desempeño del Poder Judicial en Bolivia, tanto en
el plano ético como en el técnico-funcional, representa un fenómeno criticado
desde los primeros tiempos de la República. En la actualidad, esta temática ha
adquirido una importancia preocupante debido a la dependencia creciente del
Poder Judicial con respecto al Poder Ejecutivo. Estas interconexiones cada vez
más manifiestas entre el Gobierno y los diferentes órganos del Poder Judicial
vulneran la autonomía de la judicatura. A esto se suma la declinante calidad
intelectual de los fallos judiciales y, parcialmente, de la enseñanza del
derecho en el ámbito universitario. Un análisis del lenguaje empleado en el
campo del derecho nos puede dar luces sobre esta problemática.
El jurista Erick San Miguel R. acaba de publicar un novedoso texto
sobre Filosofía del derecho, con especial referencia al lenguaje
usado en la ciencia jurídica. Su libro estudia el lenguaje que se encuentra en
los instrumentos jurídicos más importantes y también analiza los últimos
desarrollos a nivel internacional, temas muy poco estudiados en Bolivia.
San Miguel sostiene que el derecho moderno tiene como meta un lenguaje
claro y preciso, pero no puede dejar de ser parte del lenguaje natural. Siempre
carga las características inevitables del habla cotidiana, las que contienen un
número elevado de ambigüedades y vaguedades. El derecho moderno proviene de
muchas fuentes entre sí contradictorias, y por ello siempre contiene elementos
que conducen a una cierta confusión.
Dice San Miguel: “Los textos legales deben ser claros, precisos,
idealmente de un entendimiento unívoco”. La tradición de la praxis jurídica
latinoamericana y boliviana –no la teoría contenida en hermosos libros– se ha
basado a menudo en la ambigüedad y diversidad de la interpretación de las
normas, con lo cual se ha incrementado la clásica distancia entre
Constituciones y leyes progresistas, claras, por una parte, y una aplicación
parcializante e interesada de las mismas, por otra.
San Miguel señala que las normas deben ser generales, pero que su
aplicación se realiza siempre en casos concretos. Por lo tanto, siempre hay una
tensión entre la intención generalista y la aplicación concreta. El autor
señala que el lenguaje del derecho tiene una “textura abierta”, lo que se
expresa desde el texto constitucional. Este último tiene como normas
lingüísticas la claridad y la precisión, por un lado, y la coherencia lógica
con respecto a la totalidad del sistema jurídico, por otro. Esta aseveración
representa un anhelo muy loable, tal vez una buena intención para el futuro de
la praxis jurídica y del Poder Judicial, pero no una realidad actual.
El autor afirma que en muchos casos “las disposiciones legales parecen
haber sido redactadas de un modo deliberado para no cumplirse, debido a la
vaguedad de sus términos”. Aquí se arrastra probablemente una tradición muy antigua,
que en el fondo dificulta la vida social de los bolivianos. Muchos juristas y
funcionarios judiciales no son conscientes de este legado cultural y de sus
efectos perniciosos.
La autora es abogada, licenciada en filosofía y magíster en seguridad, defensa
y desarrollo.
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