La transferencia pacífica y periódica del poder político es uno de los
ritos más importantes de una democracia madura. La más reciente disrupción de
tan importante acto la protagonizó Donald Trump, en enero de este año, al no
asistir a la tradicional “inauguración” del presidente Joe Biden, negándose a
aceptar su derrota electoral y aduciendo un fraude. Un bochorno que puso en
cuestión la salud de la democracia más antigua del mundo.
El supremo simbolismo de la transmisión periódica y pacífica del mando presidencial
no tiene paralelo en el imaginario democrático. Sienta la pauta temporal de la
legitimidad de los actores políticos y de su representatividad ante la
comunidad internacional. Es una fotografía ante el mundo del establecimiento
político de esa circunstancia histórica.
Ya como excanciller de Bolivia, y en condición de amistad, me tocó
asistir invitado a algunas transmisiones presidenciales de países andinos. La
más memorable por su contenido filosófico fue la del presidente ecuatoriano
Jamil Mahuad en 1998, cuyo discurso de posesión fue una verdadera pieza
oratoria de filosofía política y visión histórica, basada nada menos que ¡en el
pensamiento aymara!
La transmisión presidencial del presidente Andrés Pastrana, también en
1998, excolega alcalde de Bogotá, y amigo entonces, no sólo fue de una
organización protocolar impecable, sino también de un simbolismo histórico
particular. Andrés, hijo del expresidente Misael Pastrana quiso hacer un
homenaje a su padre, ya fallecido, caminando solo con su esposa e hijos, a su
posesión al aire libre en la plaza de Bolívar cercana al palacio de Nariño. La
caminata a cielo abierto y enorme riesgo de seguridad incluía un alto en una
iglesia católica próxima donde Pastrana oraría por su padre, junto a su
familia, remarcando su carácter conservador y religioso.
La concurrencia al acto había sido precedida de cuidadosas medidas de
extrema seguridad, habiéndose permitido el ingreso a ese espacio público sólo a
invitados especiales. A medida que se acercaba caminando el presidente electo,
y en medio de la curiosidad y del nerviosismo de los presentes, empezó a correr
un murmullo generalizado. Junto a Pastrana, su esposa e hijos se acercaba
caminando un sujeto completamente desconocido. ¿Quién era él? ¿Cómo había
logrado burlar la estricta seguridad?
Grande fue mi sorpresa y vergüenza ajena al descubrir que el intruso era
nada menos que un diputado boliviano que no tuvo empacho en pegarse a Pastrana
y desfilar saludando como si se tratase de su propia inauguración. Suelto de
cuerpo, indiferente con romper el encanto que se pretendía con la simbólica
caminata presidencial, que desafiaba el peligro oculto de un atentado
terrorista.
Esto nos trae al escándalo político internacional protagonizado por Evo
Morales en la reciente transmisión de mando en el Perú, sentándose a la
siniestra del bisoño presidente Pedro Castillo, quien tenía a su diestra nada
menos que a Don Felipe, el rey de España. ¿Qué hacía Evo Morales ahí? ¿Cómo se
le pegó a Castillo, ocupando el sitial de jefe de Estado a la par del monarca
español y por encima del presidente y jefe de Estado boliviano?
¿Qué hacia allí este impostor, mostrándole al mundo quién manda en
Bolivia, a pesar de haber sido echado por cometer un escandaloso fraude
electoral y burlar la Constitución?
Evo Morales no nos representa ni política ni legalmente y, por tanto, ha
cometido una suplantación de funciones que es un delito penal. ¿Y qué de Arce
Catacora, ese títere que permite que lo releguen siendo, desafortunadamente, el
único y legítimo jefe de Estado nuestro?
Triste presagio de lo que se nos viene, donde la impostura ha suplantado
a la legitimidad y la transmisión periódica y pacífica del poder político se ha
enrarecido.
El autor fue alcalde de La Paz y canciller de la República.
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