Va ganando fuerte apoyo la propuesta de la eutanasia: muerte dulce, sin
dolor. En principio se la piensa sólo para los enfermos terminales y sin
esperanza, pero ya es común relacionarla con quienes desean abandonar la vida
debido a la ausencia de motivación. Ambos caminos enfrentan, obvio, furibunda
oposición que, si se piensa bien, está muy equivocada.
¿Se está hablando de fusilamiento en masa? ¿Alguien ha de quitar la vida
a quien no desea morir todavía? Por supuesto que no, porque la eutanasia, en
ambos casos, es una decisión voluntaria del interesado. Como excepción tenemos
a enfermos sin conciencia, la ciencia médica decide por ellos. Sin embargo,
inclusive esta excepción se enfrenta a opositores endiablados. Angelizados, más
bien. Tozudos defensores de la vida, aunque uno sea vegetal como una lechuga y
otro sea un profundo filósofo. No parece importarles. Esgrimen sus sagradas
escrituras y leen textos con desbocado frenesí. Cuando alzan la cabeza, miran
con furia a quien está en desacuerdo con su pensamiento mágico. Mínimo, un
tercio numeroso de la humanidad.
La posibilidad palpitante de que la eutanasia se haga campo entre los
derechos fundamentales del hombre indica, entre otras honorables razones, que
por fin seríamos dueños de nosotros mismos. Que nuestra vida, a partir del
instante de proclamación, dependería absolutamente de cada quien. En buenas
cuentas: que nosotros decidiríamos cuando convertirnos en nada. A mí me parece
muy buena noticia. Yo sería mi auténtica propiedad.
Junto a los enfermos terminales debería considerarse al condenado a
cadena perpetua. ¿Preferimos que “viva” en una celda cincuenta o sesenta o más
años? ¿Qué envejezca en el hueco? Algunos sentimientos compasivos merecen que
les acerquemos la lupa, a lo Sherlock Holmes. Están contra la pena capital,
porque nadie tiene derecho a quitar la vida a nadie, pero están de acuerdo en
enterrarlos de por vida entre cuatro paredes. ¿Qué sucede si el condenado pide
que le practiquen la eutanasia? Los opositores echarían el grito al cielo. Yo
opino que a todos convendría seguir su voluntad.
Algunos sistemas judiciales establecen no una sino varias condenas a
perpetuidad. A los condenados habría que resucitarlos veinte veces para fiel
cumplimiento de su castigo. ¿Cuál sería el beneficio para la sociedad? Por
supuesto que ninguno. Se debe debatir al respecto. En nuestra realidad, las
condenas no deben superar los treinta años, aunque se trate de un asesino en
serie. Treinta años es nuestra máxima pena. Al cabo de tan larga condena, es
probable que el individuo se reincorpore a la sociedad y que rehaga su vida. Es
un caso muy distinto al que comentábamos: habría que ayudarle en el ánimo,
insuflarle vida y pretender que disfrute lo que tiene por delante.
¿Qué sucede con el filósofo? ¿Nos tapamos ambos oídos para no oír su
pistola? Es obvio que ha de hacer su voluntad. Imaginemos que reclame la muerte
dulce y sin dolor y por respuesta tenga un griterío con pancartas de aquellos
mismos que se oponen al aborto y al matrimonio homosexual. El Estado debe
prepararse para discutir estos grandes temas del siglo. Debe trascender
barreras vocingleras de quienes anidan en la Edad Media. Debe remover la tierra
dura, seca, de razonamientos fosilizados. Es un imperativo en democracia. El
filósofo dirá que la aventura casual que le tocó vivir ha llegado a su fin. Se
ha cansado de pensar, de sentir, de llorar. Más aún: que ha comprendido que la
felicidad no es una obligación. Que la vida no tiene sentido, que apenas es una
búsqueda del sentido, pero que él no lo halló. En síntesis: que desea morir.
Que dispone la aplicación pronta de la eutanasia para su vida, caso contrario
ha de suicidarse. Sabemos de tantos hombres extraordinarios que ya lo han
hecho. Filósofos, científicos, poetas, artistas e intelectuales. ¿Recuerdan a
Don McLean en sus preciosos versos a Vincent van Gogh? This world was
never meant for one as beautiful as you (Este mundo no fue hecho
para alguien tan hermoso como tú). Escúchenla. La canción se llama Vincent.
Ha muerto la Edad Moderna hace más de medio siglo. Lo que ahora vivimos
no tiene nombre. Así como el poema de Petrarca anunció el fin de la Edad Media,
la computadora hizo lo mismo en 1950. Lo indican los estudiosos de la historia.
Esta, que apenas empieza a hacerse, exige que la democracia se profundice y
respete a todos los seres humanos por igual. La vida, la muerte, requieren
revalorada comprensión, mejor que la que rigió hasta ahora.
El autor es escritor.
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