No debería hacerse
por obligación, para saldar una supuesta deuda pendiente, ni con un sentimiento
de culpa. Cuidemos sin descuidar nuestras vidas ni sus deseos.
Existe un hecho que cada día nos preocupa
más: la vejez de nuestros padres. Por
una parte, el declive físico o mental de aquellos que una vez nos cuidaron
puede ser difícil de asumir. Por otra, muchas veces, la creciente demanda de
tiempo y cuidados conlleva una sobrecarga acompañada de culpa y autorreproches. ¿Qué
podemos hacer ante esta situación? ¿Existe algún modo de que tanto los padres
como los hijos que deben ocuparse de ellos sufran lo menos posible?.
Cómo cuidar de los padres cuando ya son
mayores
“Ellos cuidaron de nosotros cuando éramos
niños, así que ahora nos toca a nosotros cuidar de ellos.” Esta conocida frase
transmite una idea muy noble, pero tiene el problema de que se basa en
criterios mercantiles: “Tú me diste aquello, entonces yo ahora te debo esto”.
Según esta lógica, los hijos
van contrayendo una deuda con sus padres en la medida en que reciben sus cuidados
hasta el día en que finalmente podrán saldarla cuidándolos a ellos.
En realidad, cuando hablamos de
amor, es difícil hacer cálculos. Que los hijos queden en deuda con los padres por lo que han
recibido de estos suena un tanto extraño. También se dice que la deuda con los
padres no se paga con ellos, sino con los propios hijos. Lo cierto es que
seguimos hablando de cálculos e intercambio.
Lo que los padres dan
a los hijos no genera deuda alguna, no requiere “devolución” ni “pago”
posterior
Si acaso, el “pago” es el de
tener hijos saludables; el “pago” por criarlos es el de verlos capaces de
desarrollarse en el mundo; el “pago” por el amor que les damos está en el
regocijo que produce amar sin esperar nada a cambio.
No es un intercambio, es amor
Ni siquiera lo más fundamental que les hemos
dado, la vida misma, requiere contrapartida alguna, pues al dársela hemos recibido la enorme, incuantificable
recompensa de ser padres y madres, de verlos crecer.
Por tanto, el cómputo de la deuda tampoco sirve
cuando hablamos de nuestros progenitores. Muchas veces pensamos que cuidarlos
en la vejez es una obligación que debemos asumir, aunque, en general, las obligaciones no se llevan adelante con demasiada
buena voluntad.
Sería deseable que les cuidásemos movidos por
las ganas de que atraviesen esa etapa del mejor modo posible en lugar de pensar
desde la culpa: “No me queda otra después de todo lo que hicieron por mí”.
Podemos sentirnos
agradecidos; pero si lo estamos, es justamente porque nos encontramos fuera de
la lógica del intercambio
A veces los hijos van más allá
de sus propios límites, en el cuidado de sus padres. No es sencillo establecer cuándo se
están franqueando; sin embargo, cuando el cuidador siente que su vida se ha
detenido demasiado o que el fastidio y el rencor comienzan a aparecer en primer
plano, es posible que se esté acercando al límite de su entrega.
Si nos excedemos, corremos importantes riesgos:
descuidar demasiado nuestras propias vidas, atender al otro cargado de
reproches o hacerle sentir que es una carga para nosotros.
Cuando se traspasan estos límites, consideremos
la necesidad de recibir
apoyo profesional para mantener intacto nuestro amor.
Acompañar en los momentos difíciles
Cuando mi primer hijo tenía
unas pocas semanas de vida, llegaba una hora del día en que comenzaba a llorar y no
se detenía. Lo cargaba en brazos, lo mecía, le hablaba, lo ponía en su
cochecito, lo paseaba, hacía todo lo que se me ocurría para intentar
calmarlo... pero nada funcionaba. Casi siempre terminaba agotado. Le conté lo
que sucedía a mi terapeuta y él me dijo:
—Piensa en lo que debe sentir él: no entiende
nada, percibe cosas en su cuerpo y no comprende de qué se trata, no tiene modo
de expresarse, le hablas y no entiende las palabras... Debe de ser bastante
difícil, ¿no crees?
—Tienes razón –dije yo.
—Entonces –continuó él– no quieras calmarlo, no
intentes que deje de llorar. Intenta, en cambio, acompañarlo con lo que le
sucede.
“Acompañarlo con lo que le
sucede.” El alivio que aquella frase me produjo fue enorme. A partir de ese
día, cada tarde que me encontraba con mi hijo en brazos llorando me concentraba
en acompañarlo y consolarlo, no en disfrazar lo que sucedía. Me lo pasaba mejor
y, sinceramente, creo que él también. Con nuestros padres mayores nos
encontramos con situaciones similares.
En realidad, todo lo
que podemos hacer es acompañarlos con lo que les sucede
Si nos centramos en “salvarlos”, en cambiar la
realidad objetiva, quizás estemos evitando hacer lo más importante: estar allí, con ellos, pase lo que pase.
Soltar el deseo propio
Otro tema muy controvertido es el modo en que
intentamos alargar la vida de nuestros ancianos, sea como sea. No siempre
alargar la vida es deseable, sobre todo cuando no es esto lo que la persona
elige para sí.
Mi bisabuelo paterno era un
fumador empedernido. Se enorgullecía, dicen, de usar un solo fósforo por día: el
primero de la mañana, pues luego prendía cada nuevo cigarrillo con la colilla
del anterior. Tendría cerca de setenta y cinco años cuando mi padre y mi abuelo
lo llevaron al médico, dado que su salud dejaba bastante que desear. El médico
lo examinó y comprobó que, como era de esperar, sus pulmones estaban muy
afectados.
—Debe dejar de fumar de inmediato –le dijo el
médico a mi bisabuelo cuando terminó de examinarlo–. De lo contrario, morirá en
algunos meses.
—Y si dejo de fumar –dijo mi bisabuelo–,
¿cuánto tiempo puedo vivir?
—Si deja de fumar... –contestó el médico
dedicándole una sonrisa de esperanza–, puede vivir ¡diez años!
— ¡Diez años sin fumar! –exclamó mi bisabuelo–.
Usted está loco.
Si el médico hubiese dicho “cinco años”, quizá
mi bisabuelo hubiera aceptado, pero diez eran demasiados. Siguió fumando como
siempre y murió dos o tres años después.
No se trata de hacer apología
del cigarrillo o de cualquier otra conducta dañina. Esta anécdota subraya
que el cuidado de la salud, en el sentido de alargar la vida lo máximo posible,
no es lo único que debemos tener en cuenta. También debemos considerar qué clase de vida será la que la persona
tendrá y, sobre todo, la que quiere tener. Quizá para mi
bisabuelo realmente fueran mejor tres años fumando que diez sin fumar... ¿Acaso
podemos nosotros juzgar lo que en verdad era mejor para él?
Tener en cuenta los deseos de
nuestros padres mayores, considerar qué tiene sentido para ellos, es una tarea con la
que deberemos tener especial cuidado, aun cuando signifique renunciar a
nuestros deseos egoístas de tenerlos con nosotros un tiempo más.
4 claves para cuidar de nuestros mayores
A medida que nuestros padres vayan
envejeciendo, la situación se puede complicar. Conviene tener claro qué es lo
más importante.
1. Ser realistas
Es necesario que evaluemos cuidadosamente las
expectativas que tenemos respecto a la salud de nuestros padres. Ser lo más
realistas que podamos respecto a esta cuestión nos ayudará a evitar
frustraciones y a programar mejor sus cuidados y asistencia.
2. Respetar sus deseos
Por más que las capacidades de nuestros mayores
se vean mermadas, son adultos de pleno derecho con una larga vida a cuestas.
Deberíamos ser condescendientes con ellos y no juzgarlos incapaces de
comprender o decidir. No conviene ocultarles, por ejemplo, información sobre su
salud; podemos estar negándoles la posibilidad de decidir sobre sí mismos.
3. Preguntar siempre
Debemos consultar y escuchar a nuestros padres
tanto en relación a sus tratamientos y cuidados como al modo de organizar su tiempo.
Es posible que en algunos casos, como en el de una demencia grave,
presupongamos que no habrá respuesta o que esta carecerá de sentido, pero vale
la pena intentarlo.
4. Permitirnos estar tristes
Los procesos de deterioro lento implican, de
algún modo, ir perdiendo a la persona. Tener un tiempo y alguien con quien
compartir esa pena será crucial para sobrellevar la situación sin tener que
armarse con una “coraza emocional” de la que después cueste deshacerse.
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