En estos primeros días de abril me llegó el informe del Monitor Fiscal
del Fondo Monetario Internacional (FMI) que sugiere a los gobiernos, entre los
elementos de sus políticas económicas, “incrementar la progresividad de la
tributación del ingreso y aumentar el recurso a impuestos sobre
sucesiones/donaciones y la tributación inmobiliaria. También pueden
considerarse contribuciones para la recuperación de la Covid-19 e impuestos
sobre beneficios empresariales ‘excesivos’. Pueden plantearse también impuestos
sobre el patrimonio si las medidas anteriores no son suficientes”.
Me enteré que hace un año los legisladores de Chile están proyectando
una ley para extraer a los “super ricos” recursos frescos de entre los 4.000 y
6.000 millones de dólares para recuperar al país en el escenario de
pospandemia. Las aristas positivas y negativas del proyecto, los pros y los
contras del impuesto, siguen en estudio y debate público entre los actores
sociales y políticos chilenos. Bueno, lo cierto es que en Bolivia la creación
del Impuesto a las Grandes Fortunas (IGF) fue una propuesta política que hizo
el masismo, sin mayor explicación que la animadversión discursiva contra la
“oligarquía neoliberal de derecha”. Esta propuesta fue tan de último momento,
antes de las elecciones generales de octubre de 2020, que ni siquiera dio
tiempo para debatir, estudiar o exponer fundamentos y datos dignos de
credibilidad o de factibilidad.
Me puse a hacer cálculos sobre la “gloriosa” recaudación de Bs.
159.367.756 (casi 23 millones de dólares) que los 110 ricos bolivianos
consumaron al pagar en efectivo el IGF el pasado 31 de marzo. Dicen las
autoridades tributarias que los ricos paceños aportaron el 51,9% de la
recaudación y los afortunados de Santa Cruz sólo el 38,6%. En Cochabamba,
apenas el 5,10% de los millonarios bolivianos aportaron el equivalente a Bs.
8.138.271 redondos. A ver, he supuesto que todos los ricos bolivianos, que
residen en estos tres departamentos han aportado cuotas iguales y
proporcionales de Bs. 1.448.800 al IGF efectivamente recaudado. Tomando en
cuenta el monto total recaudado en Cochabamba, por ejemplo, y dividiendo entre
el monto del pago promedio, les cuento que la Llajta sólo cobija, digamos, a
seis ricos (redondeados) con un patrimonio neto superior a Bs. 85 millones de
bolivianos (unos 12 millones y pico de dólares) cada uno. Puede ser que algunos
pagaron más, otros menos o quizás estén mal mis cálculos a mano alzada, pero me
despertó la duda sobre esta exitosa recaudación del IGF y su efectividad.
No quiero ni contarles sobre los rompecabezas que armé haciendo cálculos
de la cantidad de ricos que tienen fortunas de entre Bs. 30 millones y Bs. 85
millones, mis números sobre la cantidad de contribuyentes potenciales no
cuadran con los 110 que el Servicio de Impuestos Nacionales ha informado y
parece que son muchos miles más de lo que todos creemos. En fin, serán los
expertos en estadísticas y matemáticas que diluciden mis dudas, a no ser que la
administración tributaria nos informe (sin nombres ni apellidos) cuantos
cochabambinos, paceños o cruceños de los 110 bolivianos pagaron el IGF.
Si en Bolivia se recaudaron sólo Bs. 23 millones, ¿qué es lo que nos
hace diferentes? La respuesta la encontramos en la precariedad de los registros
de propiedad y la desigualdad que se promueve desde el Estado entre los
bolivianos, coaccionando a la honestidad y estimulando la clandestinidad que
raya en lo inverosímil. Nadie cree que, a diciembre de 2019, según su
declaración ante la Contraloría, el máximo dirigente cocalero tenía una fortuna
neta de Bs. 1.192.000 (unos 170 mil dólares) y menos se cree que el presidente
Lucho haya declarado que tiene más deudas que bienes; en otras palabras, un
ciudadano en quiebra técnica fue ministro de Economía y Finanzas Públicas y
ahora es presidente del Estado (en noviembre de 2020 tenía bienes por Bs.
258.000 y deudas por Bs. 1.325.000). Esta es una muestra más de la precariedad
de los registros públicos en Bolivia y la ingente cantidad de razones que
justifican la informalidad dañina.
El SIN tendrá que lidiar en sus fiscalizaciones con esta calamidad
pública de la informalidad y la ocultación de datos para extraer algunos
millones más a los ricos que omitieron registrarse y no declararon el IGF.
El autor es abogado.
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