Para bien y para mal, el consumo cultural del siglo XXI pasa, casi
indefectiblemente, por las redes sociales. Las nuevas generaciones no leen ni
comparten sus inquietudes tanto fuera, como dentro de ellas. Y las viejas, poco
a poco, también. Nostalgias aparte –algunos haciendo de tripas corazón–, cada
vez más “adultos mayores” deciden subirse al tren de la modernidad tecnológica
porque entienden que lo contrario sería quedarse anclados en un tiempo que ya
fue.
Pero no deja de inquietar que la actual sea, no obstante los avances en
materia de comunicación, una era de redes con relaciones sociales más bien
superficiales e inestables. La pandemia, en ese sentido, ha sido una gran
aliada al obligar a la gente a utilizar los fríos medios virtuales para de
algún modo mitigar la amargura del distanciamiento físico.
La sociabilidad, ahora, se traduce en inmensas cantidades de extraños
cruzándose en las vaporosas calles de la Internet. En realidad, nadie camina
sino “navega” por la red de redes, y esto determina la constitución de lazos
distantes y volátiles, que infructuosamente buscan una compensación con
conexiones de video, pantalla de por medio. La “modernidad líquida” de Bauman,
con vínculos frágiles y ligeros; la fluidez y la liviandad, como decía Calvino,
están plenamente vigentes en este mundo no apto para sensibles.
¿En qué nos hemos convertido? ¿Qué configura nuestro comportamiento?
¿Por qué decidimos usar los mismos canales para comunicar lo que nos interesa
comunicar? Además, ¿somos capaces de, honestamente, reconocer que hacemos lo
que hacemos sin dobleces?
En esta sociedad de redes sociales todo el mundo opina de todo. Es el
ambiente contemporáneo en el que se forman (y deforman) los criterios, a partir
de un bombardeo de opiniones ajenas que se viralizan, ya sea en manera escrita
o gráfica (con la efectividad comunicacional de los memes), después de haber
sido “pegadas” en muros, tuiteadas o subidas como “historias” a Instagram. Allí
está ahora el germen del liderazgo: las RRSS son, me animo a decir, el lugar
físico de la nueva escuela de líderes.
En suma, una paulatina dilución de las instituciones tradicionales, que
han permitido la construcción de los vínculos entre las personas dentro de
cierta ortodoxia cultural en más de 20 siglos, ha ido dando paso al
fortalecimiento de las RRSS, constituidas en espacios virtuales que, a su vez,
han ido sustituyendo a la realidad de otros tiempos.
¿Cuánto de verdad y cuánto de mentira circula en ese “nuevo” ambiente en
el que nos relacionamos habitualmente en este siglo XXI? Alguien –en las redes,
cómo no– recordaba una predicción de José Saramago: “El mundo se está
convirtiendo en una caverna igual a la de Platón: todos mirando imágenes y
creyendo que son la realidad”.
A propósito, conviene reflexionar acerca de que una red social es ese
lugar donde un influencer coloca una semilla y se sienta a
esperar que fructifique en un reguero de likes o
confirmaciones de su opinión. Pero, lo suyo a veces se traduce en poco menos
que un acto de terrorismo, pues, sobre todo el influencer con
perfil político, gusta de arrojar bombas y salir corriendo para que el agrado o
el desagrado, el amor o el odio, hagan su trabajo de polarizar.
En ese sentido, en las redes, por lo general, las ideas no se debaten,
sino que se plantan como minas antipersonas en la guerra. Se escribe en
Facebook o en Twitter y se graba un video en YouTube para defender a ultranza
una posición, con la seguridad o la esperanza de que será algorítmicamente
respaldada por decenas o centenares de amigos o seguidores.
La fórmula funciona a la perfección por dos motivos centrales: el mundo
está hoy más determinado que nunca por los “sesgos de confirmación”
(descartamos ciegamente aquello que no comulga con nuestras ideas) y está
enredado (todo lo hacemos en redes sociales, incluso amarnos entre pares pares
y odiarnos entre pares dispares).
El autor es periodista y escritor.
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