Violencia generalizada, sin límites, sin sanción justa, oportuna y
ejemplarizadora es la que nos golpea, a diario, con mazazos que parecen ser más
certeros y dolorosos en unos casos que en otros. Una variable que se mide no
tanto por el tamaño o el impacto del daño causado, sino según quiénes sean los
violentos y quiénes los que padecen su violencia. En muchos casos, incluso,
según el interés de quienes viven de la violencia como mecanismo de control,
amedrentamiento o distracción, sea en el ámbito privado o en el público.
Una dolorosa realidad a la que hasta ahora, lamentablemente, no hemos
sido capaces de reconocer y, menos aún, de analizar para comprender sus
múltiples causas, único camino para enfrentarla, para combatirla también en sus
múltiples manifestaciones. La respuesta al por qué de tanta dificultad tal vez
está en ese juego de intereses, íntimos o colectivos, al que apostamos
conscientes o no para librar nuestras propias batallas de sobrevivencia o solo
de poder. Aunque cada vez más parece apenas de poder y no de sobrevivencia.
Hago esta reflexión desde el dolor e impotencia que provocó en muchos el
asesinato de Wilma, a manos de su expareja Marcelino, pero no únicamente desde
esta muerte tan absurda como violenta. Mi reflexión va más allá de otro caso
que se suma a la lista de, al menos, 32 feminicidos registrados oficialmente en
Bolivia de enero al 4 de abril de 2021. Entre el pasado domingo y el viernes de
la semana que termina, más de una docena de otros hechos violentos fueron
registrados en el país; algunos denunciados, otros no.
Cito algunos, solo para dejar constancia de lo variopinto que puede ser
el origen de la violencia. Desde San Borja se viralizó un video que registra
cómo un grupo de personas quema vivo a un hombre acusado de dos asesinatos;
filman su agonía, graban sus gritos de dolor, sin inmutarse. En Santa Cruz de
la Sierra, una vecina presencia la agresión de un hombre a su pareja, que no
repara en la testigo, paralizada de terror, tal cual la víctima. El presidente
Arce protagoniza otro hecho de violencia en Tarija, por partida múltiple: viola
la ley al hacer campaña política y usar bienes públicos en ello; alienta la
división y el odio entre bolivianos; y, por si fuera poco, promueve
abiertamente la discriminación en un tema tan delicado como es el de la
vacunación contra el nuevo coronavirus.
Son hechos distintos, por supuesto, pero en cada uno de ellos hay un
elemento común: la violencia. Y, en todos, siempre voces que condenan los
actos, pero también otras que los justifican. Según el caso, sus
circunstancias, protagonistas y víctimas, unas voces suenan más alto que otras.
En el caso de San Borja, no faltaron los argumentos atribuidos a los pueblos
indígenas sobre “usos y costumbres”, además de los de que creen que la pena de
muerte o, a falta de ella, la “justicia” por mano propia, resuelve el problema.
En el caso de la capital cruceña, no hubo una voz entre los vecinos que no
condenara la agresión, pero ninguno quiso hacer pública la denuncia.
Ya en el caso del presidente Arce, la respuesta fue pobre y a media
fuerza, limitada a las críticas desde las redes y a un par de declaraciones de
políticos opositores al gobierno del MAS. Poco para el tamaño de la violencia,
que es sistemática y va en aumento, además de representar un grave problema
para la sociedad, una amenaza para la democracia. Es la violencia que se ejerce
desde el amparo del Estado, al que se le atribuye el monopolio de lo que se
llama “uso legítimo de la violencia”. No es un dato menor en este tiempo, en el
que hay mayor ideologización e instrumentalización de la violencia, como se
destaca en varias investigaciones publicadas sobre el tema. Y no, no hay cómo
ni porqué justificarla.
No hay cómo justificar ninguna de tantas formas de violencia: ni la del
presidente Arce, ni la del agresor anónimo, ni la de Marcelino, ni la vista en
una comunidad indígena de San Borja. No hay ninguna justificación a la
violación de un derecho básico humano, violación que no siempre se traduce en
una violencia física –tal vez por eso cuesta tanto, a veces, identificarla en
sus variadas formas: verbal, simbólica, camuflada de “protección” pública o
civil. Tampoco deberíamos tolerar que cada una de esas violencias quede impune,
sin un castigo justo y ejemplarizador, algo que dista mucho de los actos de
crueldad, sadismo o venganza que suelen desencadenarse tras algunos conflictos
irresueltos.
Una tarea a ser librada ya, exigiendo acciones claras y efectivas en
cada uno de los casos aquí citados. Pero una tarea que demanda con la misma
urgencia acciones concretas que ayuden a prevenir la violencia en todos estos
ámbitos. Una tarea que debemos comenzar por casa, en nuestro círculo más
íntimo, y exigir cumplan también quienes tienen como responsabilidad de la
elaboración y cumplimiento de políticas públicas para una verdadera y efectiva
seguridad ciudadana.
La autora es periodista, www.maggytalavera.com.
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